EN ESTA PÁGINA VAN A ENCONTRAR INFORMACIÓN SOBRE LOS TALLERES DE ESCRITURA DE MARIANO FISZMAN Y TEXTOS ESCRITOS POR SUS PARTICIPANTES.

martes, 14 de diciembre de 2010

Alta producción 2010: Nidia Piñeyro

*
CRIMEN DE UN JOVEN MILITANTE

La noticia del diario
se sumergió en el café
como una medialuna
y el asombro surgió
con pesadumbre

¡Un zurdito menos!
Gritos insultos apedrean
el aire de primavera

La patota tiró sin asco
su cuerpo paró las balas

La luz se refugiaba en los rieles
Sangre
flores rojas
no impiden el trueno
sin lluvia de octubre

YOHOY se desconsuela
Ha triunfado otro AY!!!

*

Alta producción 2010: Juan Cruz Viton

*
EL HOMBRE

Era bueno dejar algunas cosas del lado del destino. Frases como “no se por qué pasa esto” estaban destinadas a protegerlos y preservar a la vez cierto respeto a ese destino, que les inflingía impiadosas acusaciones que se escupían a la cara entre saliva y gotas saladas. “lo importante es que nos amamos”.
Decirlo. Vivirlo.

Ella le recordaba un Lamborghini azul y blanco nuevo. Duro. Elegante y clásica. Ella amaba al padre, y no podía ver en el menos que un hombre con palabra. Y a eso se le sumaba cierta devoción ciega, que relucía en la cama como servidumbre. Él, eterno golosinero, agradecido y con los ojos brillantes de placer, sacaba sus libros y palabras delgadas. Hojas frágiles y borroneadas.
Aquella vez se entendieron de casualidad, igual que tantas otras veces que la discusión arreciaba.
Habían estado fríos los últimos días, motivo para que tambaleara el tembladeral de su corazón. Para él en cambio, ellos dos eran como las hojas que el otoño arrastra contra el cordón de la vereda. Soportan el frío y las lluvias, pero al resguardo, y juntas.
Ella enjuagó sus lágrimas contra el hombro gastado de lana. Sonreía tibiamente, retornaba la sensación de lo conocido. Un largo viaje por un terreno sinuoso y ajado parecía concluir. La abrazó y comenzó a pensar en su próximo escrito.

La mañana siguiente en el café las palabras le escatimaban el buen gusto. Hasta el café parecía amargo y estaba frío. Por la ventana el viento hacía sonar todas las hojas, y los árboles resistían el embate un poco mejor que los hombres que escondían sus narices rojas entre el cierre de la campera y la bufanda. Nadie se detenía, solo los colectivos que más apurados pero más cordiales que de costumbre levantaban a la gente del barrial y las zanjas rebalsadas. Todo continuaría río abajo, cada uno en su trabajo, absorto en la cena de la noche.
Sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos común algo amasado y una nota. Era un pedacito de hoja cortado a mano, a lo ancho del papel a la altura del primer agujero para la carpeta. Jugó con él entre sus dedos y masticando algo en la cabeza largo rato volvió a meterlo, pero en otro bolsillo.
Se calzó el sobretodo, y una vez encendido el cigarrillo se largó a la calle.
En una ocasión, en esa calle había visto un niño cantar una canción que cantaba su tía en las reuniones de los domingos. El niño, observándolo con recelo entre las piernas de su madre se alejó junto a ella. No había tenido tiempo de explicarles nada.
En silencio tiró el cigarrillo, consumido por la mitad, y se largó a la plaza. Sería de noche cuando se despertara y recordara que algunas monedas en su bolsillo podrían todavía alcanzarlo hasta algún rincón calentito de la ciudad o a su casa.

Se sentó, miró esas piernas ampulosas y avaras, casi radiografiadas por la misma calza de siempre, y dijo: ¿lo viste a....? El ruido de la calle que entró cuando se abrió la puerta tapó el resto de sus palabras, que le sabrían a diario mojado y tabaco. Ya en el baño se acomodó con su dedo índice la ceja izquierda y miró de reojo su barba de un día. Mientras salía de la nube olorosa del baño y el vaho de la cocina se subió el pantalón tomándolo del cinturón de cuero.
Salió a la calle y la encontró. Esos ojos señalaban al norte. Entró por la calle solo y recordó a sus hijos y a la secretaria, maquillada como una puerta y peligrosa como una navaja. Sentía sus medias ásperas, empapadas, y el estómago que le pedía un sandwich. Subió la escalera oxidada y entró por la puerta del medio. Pronto estaba adentro rodeado de personas desconocidas con los pantalones arrugados y los ojos rojos. Pago un whiskey y empezó a sentirse somnoliento. La cabeza le pesaba sobre el cuello como una sandía pasada. Disfrutó la suavidad de las cálidas telas sobre su mejilla y cuando despertó estaba recobrado para volver a la oficina.
Subió al colectivo, lo miraban extraño. Revisó sus bolsillos, el papel seguía ahí.
En la oficina le anunciaron que lo habían llamado sus hijos y que tenía una reunión a las once. Se sentó a leer el diario que acompañó con un café.
La tarde siguiente, el abismo se le insinuó otra vez, siempre se había sentido excitado y fresco frente a esa sensación. Decidió pasar por su casa.
Encontró las sabanas sobre el sofá, arrugadas y con envoltorios de turrón en el medio. Las acomodó automáticamente mientras encendía otro cigarrillo. Se acercó al inodoro a hacer pis, más para tirar la ceniza que por necesidad. Se acomodó el pelo frente al espejo y encaró hacia la cocina. Los platos sucios. La heladera, cubierta de imanes había quedado apenas entreabierta. Así la dejó y se fue a la calle. Una mujer rezongaba de un colectivo que no pasaba mientras un hombre con cara adusta asentía. Decidió caminar.
En la peatonal compró un despertador, unas luces de colores, unas pilas, unos libros que nunca leería, una Coca Cola, un paquete de cigarrillos, una billetera, y escuchó algo entumecido dos tangos, arruinados por una pareja de baile osada e ignorante.
Siguió el camino.

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DENTRO

Esta lluvia huele a humo
adentro a brasas,
carbón muerto.

En el silencio junto a la bruma
se amontonaron unas palabras,
sombras y restos.

El día quebrado en varias chispas
brotó entre sus manos
blancas y elegantes.

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Alta producción 2010: Ismael Cuasnicú

*
SUPERMERCADO

Kang Soon hizo una reverencia que fue como la respuesta al saludo del gato dorado que incansablemente movía su brazo desde el estante. Eduardo Aisa, viejo cliente en ambos sentidos de anciano y habitué del supermercado pensó que cuándo aprenderían a hablar su idioma estos chinos roñosos. Hacía unos días la puerta había amanecido con una faja de clausura de la Municipalidad. Eduardo y María Aída Del Socorro Díaz Parga habían comentado al unísono que ya era hora de que los inspectores repararan en el penetrante olor a pis de gato que emanaba de las heladeras. Pero también habían sentido desazón al no poder comprar los sachets de leche que todas las mañanas se les pegaban a los dedos con la mezcla de yogurt y antiguas leches que formaban una pequeña laguna en la que flotaban los lácteos. Por fin El Amanecer abría sus puertas de nuevo. Las cámaras de seguridad, conectadas por un ramillete de cables que viajaban en espiral por el techo hacia los monitores de la caja, eran las extensiones de los ojos rasgados de Kang, que a su vez cubrían el largo viaje de la máquina registradora hasta las pantallas sin detenerse en los ojos del eventual cliente. Kanashiro Suguru, sobrino de Kang y de Toyoko Kamiyana, colocó con displicencia las leches en una bolsa plástica de la marca Karma y sonrío al par de viejos que tomados del brazo ya emprendían el cansado camino hacia la calle. Silvia Aguirre, la boliviana de las verduras, les ofreció al pasar unos tomates que parecían morrones y unos limones que parecían pomelos. María Aída sonrío. Le gustaba que le hablaran en castellano, aunque fuera una india que seguramente había cruzado selvas y pantanos para llegar a la ciudad en que la gente se vestía con ropa discreta y de buen ver. Eligió unas cebollas que no se parecían a nada y preguntó qué había pasado que los habían clausurado. Silvia habló en voz mas baja que de costumbre y les dijo que los gatos que mantenían a raya a los ratones se habían escapado y justo había caído una inspección en el instante en que una laucha inexperta caminaba por los cables del techo. ¡Qué asco!, dijo Del Socorro Díaz Parga. Si sabía eso no venía a comprar más. Y lo apretó más fuerte a su Eduardo para arrastrarlo afuera. Pero en ese momento, Kasumi Kano, quien fuera en la madre tierra la prometida de Kang, apareció en la puerta con un kimono floreado. Venía de una tierra o un tiempo en el que los supermercados y los gatos que saludan no existen. Un dragón rojo lanzaba fuego en su mejilla. Toyoko Kamiyana, la mujer de Kang, la vio llegar desde los arrozales; el sol, atrás, había quemado la figura de Kasumi y era su sombra la que avanzaba por las baldosas recién enceradas. Kang había comprado un arma desde que escuchó en el noticiero que la mafia china ajusticiaba a los que no querían pagar el diezmo. La tenía junto con el dinero. Su mano, tan ágil para moverse dentro de la máquina, buscó a tientas pero era tanta la plata que no alcanzó a encontrarla. Kasumi, sin que se escucharan sus pasos, llegó a su lado y con el sable que forjara su abuelo le cortó la mano. La sangre ensució el dinero y el piso y una mancha en crecimiento se reunió alrededor de los pies de Kasumi, como reclamando algo o por volver a su legítima dueña. Por seguridad la máquina registradora cerró rápidamente el cajón y la mano cortada quedo guardada junto con los otros elementos de valor. Kang gritó como niña y se quedó mirando el monitor en donde se vio que Toyoko Kamiyana corría por los pasillos. Buscaba algo con que protegerse de Kasumi y a su paso tiraba todo la mercadería de las góndolas. En el sector de las heladeras Toyoko le hizo frente empuñando una pistola ticketeadora que, por un instante, provocó en su rival el miedo a lo desconocido. Pero un sable bien afilado en las manos de Kasumi era inevitable y la cabeza de Toyoko fue a parar a la laguna de leche y yogurt que hasta muchos días después habría de conservarla con su mueca de asombro. Del Socorro Díaz Parga, aprovechando las distracciones, se fue sin pagar las cebollas.
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EL FREAK

Ahora tengo dos muñones por piernas y me arrastro en la arena apoyado en dos brazos sobre los que se columpia el despojo que soy. Soy el freak de la playa, el engendro que se mira de reojo y se señala con el dedo. Sin embargo mi cara es hermosa, mis músculos brillan al sol, con un esfuerzo de la imaginación podría pasar por un hombre enterrado en la arena. Un año atrás me hubieran seguido las chicas con la mirada, alguna se hubiera animado a decirme algo, a chiflarme. Era el esbelto, el bien plantado, en las vacaciones me gustaba salir a correr a la mañana, cuando aún los pescadores se sentaban en sus sillitas a mirar el mar. De una corrida me metía al agua y nadaba como un delfín. Un día conseguí trabajo como guardavidas y me vine a vivir aquí. Todas las veces llegaba con mi bolsito y me subía en la silla a otear el horizonte.
Esa tarde el mar estaba encrespado y las aletas se confundían en la espuma. Alcancé a ver una pequeña mano que me saludaba desde arriba de una ola. En ese momento, para cualquiera que no estuviera entrenado, aquel signo hubiera pasado por el reflejo del sol ondeando en el agua. Me lancé al rescate. A medida que avanzaba los gritos eran más fuertes. De pronto una aureola de sangre me encerró y en el centro descubrí los dientes que me dejaron sin mitad. La mano que me había llamado era solo una mano flotando a la deriva. Mientras tanto, allá en la playa, una multitud esperaba lista para aplaudir al héroe. Llegué flotando como una balsa rota. El sábado siguiente, en la fiesta que siempre se hacía, me pusieron al lado del fuego y todos se sentaron en ronda a cantar. No recuerdo quién me llevó a su casa y me puso en su cama y me besó. Meses después, y luego de miles de flexiones de brazo, pude volver a andar por mi cuenta. Anoche soñé que corría de nuevo, que la gente me miraba de otro modo. Hoy me desperté tarde. Acostumbro subir al médano más alto y ahí me quedo, inmóvil, como un árbol sin raíces. La arena me va llevando de a poco hacia el interior.

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Alta producción 2010: Polo Recayte

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BARRILETES

¡Un barrilete bueno! Bien armado con cañas limadas a borde de cuchillo con papel de color, engrudo de harina cocida, con el centro de las cañas atados con hilo choricero, sí el de atar chorizos, con doble vuelta al costado de la cañas, uno para el papel y otro para los flecos.
Colores a gusto, flecos largos o más cortos, cola de trapo que hacíamos con tiras de ropas viejas y hasta con nuestras medias, que desaparecían mágicamente, olor a papel y engrudo, olor a caña, olor a rocío y a pasto.
Olor a desafío, hojitas de afeitar en la cola y guerra de barriletes, pero también emoción de invento…
El barrilete más grande que hice fue de mi altura, entonces un metro y medio, era cuadrado y no usamos cañas, mi hermano me acompañaba en su construcción... él me ayudaba a hacerlo con sólo quedarse mirando, sin tocar nada. Él tenía 4 o 5 años yo unos 4 más. En lugar de cañas usamos maderas cuadraditas que conseguimos de regalo en la carpintería, el papel que usamos fue de diarios. Era muy pesado y tenía dudas si subiría, pero estábamos esperando una tormenta para subirlo, “parece que mañana lloverá y un rato antes soplará el siempre presente viento del sur que trae la tormenta”. Pero el objetivo no era sólo hacer un barrilete grande… también pensamos en subirlo con un cajoncito en la cola”. Allí podría ir Pon-pon el gato de mi mamá, “el estará contento”. No, no le pasara nada, “haré bien el canastito”, y con una cola pesada, no coleará, no se bamboleará para los lados revoleando al michi.
Además había visto en el Pato Donald, que Pardal el inventor juntaba la energía de los rayos. Los atraía con un barrilete y después cuando el hilo ya mojado conducía la electricidad hacia el acumulador él cerraba la tapa y quedaba allí guardada. Pero yo sólo quería poder atrapar un refusilo (forma de llamar a los relámpagos en casi toda la provincia de Buenos Aires).
Tendríamos problema con el hilo de remontar, era muy fino, así que decidimos ponerlo doble. Cuando estuviese arriba haría mucha fuerza y uno solo no aguantaría.
Me paré frente al cuadrado, medí los tiros de igual largo y anudé todo al hilo que lo retendría sujeto a mi mano. Lo alcé comprobando su peso, y no muy contento procedí a hacer el enganche para la cola, una vez terminado esto cortamos en tiras el pantalón viejo de mi viejo, una blusa de mi mamá y ya conformes atamos esta cola al cuadrado. Lo pusimos con cuidado contra una pared y nos fuimos a tomar la cocoa con leche y pan, antes de irnos a dormir. A la mañana tendríamos tiempo de retocarlo si hacía falta.
La ansiedad me tenía sin sueño, y pensaba como iba a sujetar el barrilete. Dolería la mano ante la raspadura del hilo haciendo fuerza o escurriéndose imparable. Pero al ratito ya tenia la solución…haría pasar el hilo por un tronco, a la vuelta, rodeándolo y recién continuando lo ataría a mi muñeca. Cuando tire, la fuerza la soportaría el tronco y no me quemaría los dedos.
Pero otra duda no me dejaba dormir…y esta no tenía solución…
Golpeaba acompasadamente la cabeza en la almohada para ver si me dormía, pero la pregunta no me dejaba, ¿como tendría sujeto el hilo de barrilete?
¡¡Si descargaba un refusilo el rayo me fulminaría!! Seguro me moriría antes de escuchar el trueno.
Golpeaba la cabeza una y otra vez, pero no se producía el aturdimiento que previamente me llevaría al sueño. Finalmente ya cansado de intentar buscar una solución decidí que lo subiríamos antes que se largase a llover, antes que se moje el hilo, antes que lleguen los refusilos, antes de todo eso… el cuadrado tenía que estar subido, y atado a un poste del alambrado, antes de la lluvia
Después esperaríamos,…podríamos atar la oveja del vecino… o ¿qué perro no queríamos? Estaría bueno verlo fulminado por el rayo, sería la demostración total de nuestro poder.
Unos días atrás había fracasado en un ensayo. Pero éste había sido peligroso, me di cuenta después.
Las pistolas de aire comprimido estaban de moda, eran baratas y todos tratábamos de comprarla… pero eran nada… apenas salía un balín de vez en cuando con poca fuerza. Entonces decidí probar como en las películas, echar pólvora por el caño, apretarla y ponerle algunas municiones del cartucho de escopeta, que desarmamos para conseguir pólvora.
Con mucho cuidado preparamos la pistola, sabiendo que un golpe podría hacer estallar la pólvora.
Una vez lista había que gatillar… pero ¿quién lo hacía? Gustavo, mi hermano me seguía en todo pero no se jugaba por nada de lo que yo hacía. A mí tampoco me parecía suficientemente sólida la pistola, no era de fierro como la pistola de mi papa, era de cañito de lata… mejor buscar otra forma para la prueba ¡y así lo hicimos!
La atamos en un limonero apuntando hacia algo para ver el efecto, el hilo atado al gatillo llegaba hasta la vereda a unos 5 metros y teníamos el tapialcito de la casa para escondernos detrás usándolo como escudo.
Tiramos el gatillo y la explosión fue muy fuerte. Corrimos hacia el lugar que era apuntado por la pistola y no había nada distinto, el humo de la pólvora nos hizo toser un poquito, miramos adonde estaba la pistola y no estaba.
Nunca supimos qué pasó, tampoco encontramos los restos de la pistola, solo los hilos que usamos para atarla al limonero, y… todos rotos. Fracaso total.
¡Pero el cuadrado sería un triunfo! ¡Estaba todo pensado!
Ante esta seguridad pude dormir.
A las siete el gallo de Doña Teresa empezó a cantar y me levanté. Si se cumplía el pronóstico hoy seríamos cazadores de refucilos.
¡¡¡Qué no haríamos si salía bien!!!
Abrí la puerta de la cocina para mirar el cielo y sólo se veía neblina abajo y arriba, el pasto del patio estaba mojado de rocío, adentro apoyado en una de las paredes del comedor estaba el cuadrado, imponente, grande y feo también. Veía todo negro, no estaba bien… pero también es cierto que no quería sol, todo indicaba un tiempo horrible. Solo lindo para mí si lo pensaba en función de remontar el cuadrado.
Eso sí, no había una gota de aire, todo era humedad y así hasta el diario del cuadrado estaba al tacto mojado. También me preocupaba.
Pon-pon se restregó contra el cuadrado buscando mimos, y el corazón me latió fuerte, ¡me lo iba a romper!
Lo agarré de la panza por el medio y lo mande al dormitorio.
Gustavo se estaba levantando, y me preguntó: ¿llueve?
-No, hay humedad, y mucha, así no vamos a poder remontarlo! Uhhhh, me respondió… -entonces me voy a darles de comer a las palomas. El tenía como 20 palomas, a todas las conocía y todas tenían un nombre.
En la familia le decíamos Palomeque.
Mi mamá y mi papá dormían, en unos minutos se levantarían.
Nuevamente la espera…. El sol salió y barrió la niebla, evaporó los restos de rocío en media hora, el calor empezó a sentirse y nuestras ilusiones a sucumbir, el día pintaba hermoso.
Fuimos a la esquina, nos encontramos con alguno de los chicos del barrio y jugamos a los cow-boys, pronto llegó la hora de comer y luego teníamos que ir a la escuela, a las cinco volveríamos y veríamos que pasaba. Subirlo con sol era difícil, no había viento suficiente y el cuadrado pesaba como una tonelada.

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1987

Hacía pocos días los camiones grúas de la Municipalidad de Lomas de Zamora, dirigida por Duhalde, habían colocado los carteles del frente Renovador Peronista en todos los rincones posibles de la plaza Once o Plaza Miserere. Los porteños contras se quejaban del uso de maquinaria en campaña política y más fuera del radio de Lomas.

Se hacía un acto donde participarían Cafiero, Auyero, José Rodríguez que mostraban su crecimiento político lento pero firme, en desmedro del sindicalismo de Triaca y Lorenzo Miguel por nombrar algunos, que comenzaban a quedar arrinconados y marcados como lo mas detestable y traidor del sindicalismo peronista… Las fuerzas de Menem eran las únicas que podrían transar con ellos.
Yo entonces estaba trabajando en Capitán Sarmiento, a la par de un Renovador por conveniencia que había sido elegido en el 83 por voto popular paradójicamente después de la caída de la Dictadura, era retirado como Mayor del Ejercito y no muy abierto que digamos… Mis viajes a Sarmiento eran los martes y los viernes a las reuniones de la UB y también el sábado y domingo. Muchas veces acompañaba al intendente a pueblos vecinos como Arrecifes, Zarate, etc., pertenecientes a la segunda sección electoral, donde se bajaban las líneas del Cafierismo provincial y se hacían los arreglos por simpatías y a veces por derechos basados en tiempo de militancia para ir designando los candidatos a Diputados.
Un poco cansado de tanto viaje, me referenciaron a Chacho Alvarez para trabajar en buenos aires, Chacho era el pollito capitalino de Antonio Cafiero, que en conjunto con Víctor De Genaro militante peronista y sindicalista de ATE y con German Abdala, militante de izquierda y también de Ate con Claudio Lozano constituiría la fuerza progresista mas pujante que luego estaría en el grupo de los 25.
Luego de conocerlos a todos ellos, Chacho, German, Abel Fatala, Claudio Lozano y participando de las mismas ideas en forma general, decidí armar un acto para Chacho en la circunscripción décima. Era una forma de hacernos conocer en el cuadro de las calles Rivadavia, Jujuy, Independencia y Callao. Todos de acuerdo, solicite la autorización a la policía para cortar la calle y hacer un asado partidario. El Alfonsinismo hacía aguas y el clima de la interna Peronista estaba caliente.
En la décima estaba la unidad Básica que armamos con algunos compañeros de la zona y que yo conocía por tener comercio allí y había otra agrupación que respondía a Carlos Grosso. Carlos era la expresión corrupta de la renovación peronista, había perdido en pocos años el cariño de la gente. Con Chacho y German no existía posibilidad de entendimiento (hasta que lo hubo, digo esto por Chacho que en su afán de sumar, termino vendiendo su alma), así que en mi circunscripción también había tensión con los grossistas. Además yo era un advenedizo, aparecía de pronto sin historia militante en la décima.
Todo esta introducción fue para contar lo verdaderamente sabroso, escondido detrás de la tira y los chorizos que degustaron los vecinos perfectamente ordenados y sentados en 50 metros de mesas armadas con caballetes, con vista al escenario.
Esto sucedía en la calle Alsina entre Misiones y Saavedra, el escenario cerca de Misiones y el humo del asado casi sobre Saavedra.
Los asadores me los había traído de Capitán Sarmiento, uno era el Negro Aguirre, y el otro el Flaco Portillo, que siempre me seguían en el pueblo. Los dos muy compenetrados y ante tanta gente estaban anchos de orgullo.
Cuando comenzó a hablar Chacho, la gente hizo silencio, y lo cortaba con tímidos aplausos. Era más lo que masticaban que lo que escuchaban, ¡sabido es! Pero aplaudían para disimular que lo que más les interesaba era el asado
De pronto un griterío fenomenal y Chacho que interrumpe. Miro hacia Saavedra y en medio del humo, donde estaban los asadores, junto a los que quieren comer de parados, suponiendo que allí se come lo mejor, había un grupo forcejeando. ¡Había pelea!
Corrí hacia allá y Portillo se me acerca también agitado y me dice
-Nada, se hicieron los vivos, y lo cancherearon al negro. Venían a hacer quilombo y arruinar el acto
-Pero ¿qué pasó? Hay uno en el suelo… ¿lo clavó?
-Aguirre le pegó un planazo a uno que está en el piso. No te asustes, no le hizo nada, solo lo desmayó. Dicen que era de la Gente de la UB grosista...
-Porteños boludos, nosotros no venimos a joder a nadie pero lo corrieron al Negro diciéndole que estaba mal puesto el asador y haciendo bardo…para que no se escuche lo que decía Chacho. Para colmo le dijeron: “¿Sos de la provincia? Acá mandamos nosotros. ¿Que tenés que venir a la capital. Las chicas que vengan pero solas, ¿sos empleado de Polo?” El Negro se sacó la alpargata de la izquierda, le amagó a cruzarlo con un alpargatazo y con la cuchilla le metió un planazo. ¡Pobre porteñito! Se le doblaron las rodillas y se tumbo de costado. Pero está bien.
Cuando llegó la policia, el tipo estaba sentado en una silla y como buen peronista sólo dijo:
-Agentes vayan tranquilos no pasó nada, solo una discusión entre compañeros.
Y así fue… pero al Negro Aguirre lo llevamos al local, lo sentamos y tranquilizamos con unos vasos de vino. Allí me dí cuenta que además de peronistas de la primera hora, hay peronistas de la pampa, la puna, del sur y de la ciudad, peronistas unitarios y peronistas federales, el Negro era un exponente ideal de las desaparecidas Montoneras.
No confundo con los Montoneros, él tampoco.

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lunes, 13 de diciembre de 2010

Alta Producción 2010: Fernando Muñoz

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LA OPERACIÓN ROSETTI

La primera vez que tendría que haber visto a Vigo me resultó invisible. Fue dentro de su despacho. Primero mis ojos se distrajeron en la moquette verde, descolorida y sucia que cubría el ambiente. Enseguida fue la poca luz, una sensación de encierro y cierta dejadez en la limpieza las que lograron que el olor rancio del lugar asaltara mi nariz. Recién cuando asimilé esos golpes pude detenerme a analizar la figurita que asomaba del otro lado de un escritorio desproporcionado para su tamaño. Sentado sobre un sillón futurista de los ’70 en el que hubieran entrado él y otro más, Vigo Rozenblat nos daba la bienvenida y con un ademán nos invitaba a que tomáramos asiento.
El destino había querido que Silvina y yo termináramos en ese lugar después de un invierno de incontables visitas a las propiedades que Buenos Aires ofrecía a la venta. Los sábados y domingos se habían convertido en una rutina a partir del día que decidimos comprar algo para vivir juntos. Comenzábamos tan temprano como podíamos con el mate, los diarios, el teléfono y el cuadernito en el que ella registraba todo. Con una naturalidad de la que yo hubiera sido incapaz por mucho que me lo propusiera, ella pegaba los recortes de los avisos elegidos, y los completaba con las impresiones posteriores a nuestras llamadas y visitas. Todo estaba allí dentro. Precios, luminosidades, orientaciones, barrios, dudas, en fin…, anotaciones de lo más diversas desembocaban sin saberlo en una carrera de recortes en la cual solo uno resultaría ganador. Recién después de haber superado las cien propiedades acordamos que el PH de Rosetti, uno de los últimos visitados, era un claro vencedor. No nos costó convencernos que esa era la casa ideal para la vida que nos esperaba en pareja.
La tarjeta que nos había entregado la guardia unos días atrás imprimía la dirección de la inmobiliaria debajo del título dorado y con relieve que se lucía sobre el fondo blanco: “Vigo Rozenblat Propiedades”
- ¿En qué puedo servirles? – nos preguntó mientras estiraba su pequeño bracito para estrechar mi mano.
Casi tuve que levantarme para llegar al saludo. Su mano fláccida y con un dedo defectuoso doblado hacia adentro me obligó a dudar de cuánta presión ejercer en aquel primer apretón. No fue la única sorpresa. Una especie de trapo para todo uso asomaba a un costado del sillón sin que pudiera imaginar si su presencia era otro objeto de mal gusto para decorar la oficina o tenía alguna otra extraña utilidad.
- Vinimos por el PH de la calle Rosetti.
- Excelente decisión – dijo.
Su voz era tan fina y desagradable como si quien estuviera hablando fuera una rata. Saco de felpa verde , camisa blanca, corbata a tono, gemelos… Su peinado tenía fijador y un pañuelo asomaba por el bolsillo superior.
Contrastaba su aseo y decisión con la dejadez del estudio. En la pared de la izquierda se exponían tres hachas del Medioevo que se disputaban la armadura de caballero situada en un rincón. La pared opuesta era una biblioteca repleta de volúmenes iguales encuadernados en cuero negro. Frente a nosotros lucían colgados tres grandes diplomas de los cuales lo único que alcanzaba a divisar eran firmas grandilocuentes. Y presidiendo todo aquello, Vigo. Sentado en su sillón. Seguramente con las piernitas colgando y escondiendo su metro y medio detrás de la inmensa mesa de trabajo. Todo estaba fuera de lugar. Sin embargo, continué.
- Queremos hacer una oferta.
- Los escucho.
En aquella charla descubrí que Vigo también hacía un esfuerzo importante para hablar normalmente. El timbre fino y metálico de su voz a veces se trababa en gorgoritos de distinto calibre. Él proseguía siempre como si nada anormal ocurriese. Cuando se extendía en sus monólogos, un hilo de saliva blanca comenzaba a aparecer en el medio de las muecas que inevitablemente fabricaba su boca. Físicamente representaba casi todo lo que uno podía imaginar como desagradable. Sin embargo su postura y decisión transmitían control, conocimiento, y hasta un dominio de cierto tipo de cinismo.
- Ciento ochenta mil dólares.
Vigo me miró inmutable por un par de segundos. Lo siguió un estertor que pareció activar su mandíbula para terminar con una risita de hiena que enmarcaba sus dientes.
Aquella tarde cuando nos levantamos de su despacho ya me había sacado quince mil dólares más, que según él eran necesarios para que la oferta fuera seria. Cuando nos acompañó a su puerta tuvo que hacerlo usando un andador metálico que hasta ese momento me había pasado desapercibido. Lo empujaba delante de él para dar cada paso. Recorrer los tres metros que nos separaban de la salida llevaron mucho menos tiempo que el imaginado. Al despedirme estreché su mano sin la culpa inicial, la dejé pasar a Silvina, entornamos la puerta y descendimos por las escalera angosta e incómoda que solo llevaba a su estudio. Me pregunté cual habría sido la necesidad de instalar el despacho justo al finalizar aquella serie de escalones.
Para nosotros aquello era uno de los partidos de nuestras vidas, para él solo el vuelo de una mosca.
La negociación fue larga. Estuvimos más de un mes para cerrar la operación. Volvimos al PH en dos oportunidades y en una de ellas lo hicimos con él. Allí lo encontré junto a su perro que era incapaz de alejarse a más de un par de metros de distancia. Pocas veces vi a un animal expresar tanta fidelidad a su amo como aquel perro a Vigo. Todo en Vigo era definición tajante. No dejaba lugar a dudas en el tema que fuese. Rozenblat era daltónico a los grises. Hablamos de las reformas convenientes para valorizar aún más la propiedad que todavía no habíamos comprado, pero también se explayó sobre la vida en general. Parecía no existir área que escapara a su dominio. Yo no podía dejar de escucharlo. Me daba cuenta que su presencia me reducía. Cuando esa noche cenamos solos en casa, Silvina me recordaba lo apropiadas que habían sido todas sus intervenciones.
Sin embargo por teléfono su actitud era casi desinteresada para el rol que le tocaba jugar. Prepotente desde la inacción. Como dejando la responsabilidad del éxito o del fracaso exclusivamente en nuestras decisiones. Despreocupándose sobre si la venta finalmente se realizaría o no. Todo aquello para él eran minucias… Tanto que en algún momento llegué a pensar si estaba realmente interesado en vendernos el PH.
Cuando nos encontramos en su oficina y acordamos los números finales propuso un brindis por la operación realizada.
- Van a ser felices en esa casa. No se equivocó. Rosetti está hecho para uds. Esa chica lo quiere mucho. ¿Qué espera para proponerle matrimonio?
Ni Silvina ni yo le habíamos informado a Rozenblat sobre nuestro estado civil. Pese a todas sus dificultades motrices no me animé a preguntarle si necesitaba ayuda para servir el whisky importado que sacó de adentro de un armario. Me hubiera paralizado con la mirada. Ese día también descubrí que el trapo debajo del escritorio hacía de sábana para que su perro se recostara y él pudiera acariciarlo amablemente mientras platicaba conmigo.
No existía dificultad por vencer. Para escribir le dictaba al Word de su notebook última generación. Mientras lo hacía aprovechaba para ordenar el papeleo de su escritorio. Imprimía un borrador del boleto y hablaba con manos libres al interno de su secretaria solicitando información del estado de avance de todos los trámites del día. Vigo controlaba y centralizaba todo y todos le obedecían. Quizás por temor, quizás por respeto. Lo cierto es que lo hacían con la misma intensidad que había descubierto en su propio perro. Mientras yo estampaba mi firma en aquel boleto tuvo tiempo de levantarse, acercarse a su biblioteca, tomar un portarretrato, apoyarlo delante mío y con su voz chillona pero repleta de orgullo decirme:
- Mi mujer, mis hijos, mis nietos… Los Rozenblat.
La última vez que lo vi a Vigo fue el día de la firma de la escritura. Nosotros habíamos llegado temprano y pudimos observar como estacionaba su cuatro por cuatro en un lugar prohibido. Alcanzó con que le dirigiera una mirada al policía de guardia para que quedara todo aclarado sin cruzar palabra. Bajó con su andador y a su perro lo ató a un poste. Nos saludó. Mientras esperábamos a la escribana se permitió preparar su pipa, encenderla y hacer anillitos de humo en plena vía pública. Esta vez lucía un saco borravino, camisa de seda rosa y tenía un perfume importado.
Cuando finalizó la operación y nos despedimos para siempre en plena calle, Vigo fue especialmente atento. Le regaló su mejor sonrisa a Silvina y a mí me miró con la complicidad de quien se despide de un compañero de toda la vida.
Allí comprendí lo que me había sucedido en cada uno de mis encuentros. La verdadera rata era yo. Vigo no. Vigo manejaba siempre todo. Su perro, su oficina, sus clientes, sus propiedades, su auto, la ciudad…
Mientras tanto nosotros, si nos tocaba el turno, recibíamos alguna limosna. La mía fue Rosetti y, por supuesto, le quedé agradecido de por vida.

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UNO Y OTRO

- Al menos deseáme suerte – le dijo el otro recostado en la cama de uno treinta años atrás cuando tomaba la decisión de irse a New York.
- Suerte – le dijo uno. Forzado, angustiado, ya elucubrando con quienes compartiría sus futuros tiempos libres a partir de esa pérdida.
Era un hecho. No había vuelta atrás. Tampoco parecía serio discutirlo. El otro quería estudiar diseño gráfico y publicidad. Acá esa carrera estaba en pañales, recién comenzaba a dictarse en la UBA algo parecido; en el norte ya estaba considerada entre las de mayor salida laboral, Manhattan era el centro de todo ese nuevo movimiento.
Uno en esa época todavía estudiaba Arquitectura. Sus ansias de conocimiento no tenían el hambre voraz que tenían las del otro. Justamente eso diferenciaba la vocación genuina del otro de la elección de la carrera que a uno le gustaba para ganarse la vida.
El tiempo puso las cosas en su lugar. Hoy, después de tanto tiempo, el otro sigue amando su profesión y trabajando allá y en eso. Instalado en New York supo generó carrera y familia. Uno en cambio, tan solo tres años después, abandonaba el intento de arquitecto y deambulaba sin mucho rumbo por las calles de Buenos Aires.
Pero aquel día, todo ese análisis no existía. Solo flotaba la conmoción por la separación de dos amigos entrañables cuando apenas tenían un poco más de veinte años. Los socios de todas las salidas, de caminatas que empezaban en Buenos Aires antes que se fuera el sol y terminaban después de su salida luego de escalas en plazas, bares y cuánto lugar estuviera dispuesto a recibirlos.
Era el inicio de la despedida.
- Vamos a hacer esto - dijo el otro mientras buscaba su billetera y sacaba un billete de adentro.
- Vamos a partir este dólar por el medio (continuó) – y mientras lo decía efectivamente lo iba rompiendo tratando de dejar dos mitades perfectamente iguales. – Tomá. Esta mitad es la tuya y esta otra mía. Cada uno se guarda su parte. Voy a necesitar toda la suerte junta en esta aventura. Vos desde acá con esta mitad me la vas a dar. No importa lo que pase. Vos y yo tenemos que tener siempre estas mitades con nosotros. Si se cambia de billetera ese medio billete se muda a la nueva. Si el medio billete, por la causa que fuera, se moja, entonces habrá que secarlo y volver a guardarlo. Estos billetes partidos no se pierden. ¿Me entendés? No pueden perderse. No te pido mucho. Casi nada. Pero para mí es importante.
- No digas boludeces- le respondió uno.
- ¿Te molesta tanto hacerlo?
- Es que sabés que no creo en esas cosas.
- Yo tampoco- mintió el otro.
Uno sabía, desde que lo conocía, que de vez en cuando el otro visitaba brujas para que le leyeran su mano. El destino le despertaba a su amigo una preocupación que nunca había llegado a entender del todo.
Finalmente uno tomó su medio billete de dólar, le hizo caso y lo guardó. A los pocos días, el otro partía hacia New York.
A principios de los ochenta las computadoras aún no se habían convertido en un objeto de consumo hogareño y el mail e Internet no existían. En parte gracias a eso, la historia de esos medios billetes solo pudo ser conocida por uno y por el otro recién mucho tiempo después…
El del sur del Río Bravo viajó, durante cuatro años más, todos los días en el 37 hacia Ciudad Universitaria. Se aplastó en las banquetas altas que lo acercaban a los tableros de diseño, o en las sillas del bar del segundo pabellón. Le llegó la transpiración de bailes, de noches, de amigas. Fue usado como contenedor de droga, talismán, carta de presentación, objeto de culto, paradigma de la amistad, excusa, recuerdo. Algunas pocas noches, en las que uno estaba solo y recordaba al otro, sin amigos ni mujeres que le mintieran al oído, lo sacaba de la billetera para hablarle de lo que fuera: un golpe de suerte, un viaje, un aplazo, una decisión. Si era necesaria, la mitad del otro siempre estaba disponible en forma de media cara de Roosvelt para prestar su única oreja en servicio de escucha sumisa. Se lo llevó a Bolivia y al Machu Pichu. Le transmitió dolor, amor, odio, miedo, euforia. Hasta que un verano, en una playa perdida de Sudamérica, por un descuido de uno, comenzó a nadar en el Atlántico.
El del Norte, pese a los pronósticos, tuvo menos aventuras. Quizás porque todo lo que tenía que recorrer ya lo había hecho en aquel primer viaje y con eso tuvo suficiente. Es que aquellos primeros tiempos para el otro fueron difíciles. Las dudas le llegaban con puntualidad todas las noches. Casi no faltaban a ninguna. Entonces el otro sentía al sudor frío. Al latido destemplado de un corazón parado al borde del abismo. La luz del sol duraba poco. La vida se resumía a una pulseada por día. Sin nadie que pudiera ayudarlo. Sin nada a qué aferrarse. Por eso una noche el otro lo sacó de su billetera. Lo vió con mirada culpable y lo pegó con cinta scotch al espejo de su habitación. Desde allí no pudo ver mucho, salvo las caras repetidas del otro: dudas y angustia. Registró lagañas matinales, desamor, extrañeza, sentimientos de vida hipotecada en pos de un futuro incierto, registró cientos de “¿podré?”, “¿tiene sentido?”, “¿hasta dónde sigo?”. Pero también empezó a reconocer en los ojos del otro, las pocas veces que lo miraron, cierta determinación. Y a medida que pasaba el tiempo, cada vez mayor. Lo escuchó hablarse a si mismo dándose ánimos. Palabras que jamás pudo entender pero que transmitían convicción. Y allí, pegado en ese vidrio perdido, el tiempo fue pasando. Las dudas, con los meses, perdieron terreno. Las pisadas sonaron seguras. Las noches se acortaron y aquella ventana interna parecía regalar más luz. Hasta que aquel día, cuando el otro no estaba, la señora que limpiaba el cuarto decidió arrancarlo de un tirón por creer que solo era una desprolijidad más de su dueño.
Uno estaba recostado en la arena casi seco. Se levantó para acercarse al parador a pedir las dos caipirinhas de la tarde y cuando fue a pagar manoteó el vacío.
Solo unos días después el otro volvía a su cuarto bien entrada la noche, después de compartirla con Ginger. Había sido su primer cita allá. Se habían acabado los balbuceos. Todo parecía que empezaba a ensamblarse, al menos hasta que prendió la luz y vio que en el espejo faltaba algo.
Se puso blanco. Solo atinó a correr hasta el mar para comenzar a buscar en aquellas aguas calmas lo que para uno representaba un tesoro. Con los ojos desorbitados recorrió el fondo cristalino mientras su corazón no le daba tregua. Agitado fue y volvió varias veces. Intentó patrullar exactamente los mismos lugares por los cuales suponía había pasado. No podía perder al otro pero, el tiempo pasaba y parecía que si, se había ido.
Miró el reloj, era demasiado tarde para molestar a quien fuera. No le importó. Bajó por las escaleras y en su ya no tan modesto inglés le planteó la preocupación al encargado. Supuso que lo habían tirado, así que esa noche todo lo que podía hacer era revolver en la basura antes que se la llevaran.
Solo pocos días separaron ambos eventos que fueron de pérdida y reencuentro. Porque finalmente la billetera de uno apareció. Casi invisible, cubierta de arena y al costado de una roca donde el agua apenas le llegaba a la cintura. Y el billete sucio del otro también, dentro de una bolsa de residuos, después de haber abierto otras tres y cuando ya casi se estaba dando por vencido.
Ni Internet ni el mail pudieron juntarlos. Y las pocas veces que hablaron por teléfono, ni uno ni el otro lo mencionó. Tuvieron que pasar casi diez años para que en el casamiento de uno, al que el otro había sido invitado, se volvieran a ver.
Fue después del abrazo del que Ezeiza ya debe estar cansado por haber visto tantas veces. Apenas unos instantes luego de que uno y otro tuvieran éxito en contener las lágrimas que no se animaron a mostrar.
Ahí estaban, quince años después. Con alguna arruga de más, con el pelo un poco más corto, pero con los mismos reflejos. Porque casi en simultáneo revolvieron sus bolsillos buscando esos escudos nobiliarios que los representaban…
Si alguien pasó al lado de ellos en ese momento, todo lo que pudo ver fue como dos grandulones se mostraban, el uno al otro, dos mitades gastadas de billetes casi irreconocibles. Y mientras se reían y se fundían en un nuevo abrazo, Ezeiza seguía bostezando.

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20 K

Lo bueno de correr era que miraba el horizonte. En el medio de la ciudad y en las contadas veces que lo había hecho en el campo o en la playa, siempre miraba el horizonte. Era su imán, el alimento que necesitaba su mente para que los pies fueran tras él. Sus zapatillas dejaban de ser objetos híbridos de goma, tela, costuras y cordones y se convertían en dos seres clonados y coordinados con el hambre necesario para devorar los metros que fueran, zancada a zancada, latido a latido... O quizás fuera lo rítmico, la repetición del mismo movimiento una y otra vez a lo largo de todo el tiempo, lo que lo obligaba a escaparse, a encontrar en aquella línea imaginaria la acción, que por lo reiterada se le ocurría inexistente en el lugar donde él estaba...
Lo cierto era que siempre que corría, aunque él no tuviera muy claro el porqué, miraba el horizonte…
Y allá, en aquel escenario que colgaban para él, aparecían y desaparecían las escenas más diversas. A veces claramente visibles con la luz del amanecer, otras veces borrosas por la niebla. Desdibujadas, mimetizadas, engañosas, o directas y tan contundentes como las de una primera fila de teatro. Dependiendo del día y de su estado de ánimo desfilaban conflictos familiares, borradores de proyectos, las palabras y sus tonos justos para la charla postergada con un hijo, diálogos con el viejo que ya no tenía, mujeres de ensueño, encuentros de amigos, soluciones laborales…, pero también trenes llenos de luces en el medio de la nada, halcones de tres cabezas, conciertos para avestruces, lunas de ajenjo, torreones anaranjados bañados por mares escondidos…
Era sobre aquella línea donde montaba su historia. En el pasado había intentado definir si su adicción por correr tenía que ver con su amor por el deporte o con las puestas en escena que se armaban aleatoriamente en ese lugar. Había sido un esfuerzo inútil y decidió que lo mejor era dejarse llevar por el disfrute de ambas. En eso estaba.
La madrugada de fines de agosto tenía el frío justo para, sintiéndolo en movimiento, resultar placentero. Pulsó el cronómetro y salió con el paso resuelto de un ya entrenado a correr la distancia que tocara. Tuvo que esperar media hora para que a fuerza de latidos, transpiración, músculos y sal, se animaran a aparecer los primeros personajes de la obra de aquel día.
Lo primero que vio fue el pasillo largo de mariposas muertas con escalones que subían y bajaban sin sentido hasta desembocar en el río amarillo. Se vió montado en su bicicleta atravesándolo como un poseído hasta caer al agua y sentir su golpe en el rostro junto a la risa de los pescadores. Le siguió su trepada a esa plataforma que nunca había terminado de entender cómo funcionaba realmente para mostrarle, mientras se elevaba, la ciudad desde el aire, desde arriba, apenas iluminada a esa hora. Veía sus ventanas y sus adentros, gente que dormía y que no. Registraba la infinita variedad de los blancos que salían de cada una de ellas, de cada balcón, de cada vida…; le seguía el descenso abrupto, la caída que no terminaba en golpe y su nuevo deambular. Escuchaba secretos de peluquería y el croar de las ranas mientras se veía a sí mismo en bares riendo junto a lugareños que le mostraban el mundo, el verdadero, el que nunca había conocido. Entonces tomaba valor y salía al afuera. Se sentía libre. Respiraba con diez pulmones y a cualquier evento que apareciera, él sentía que podía definirlo con la exactitud de un experto. Volvía a su atracción por lo desconocido, por lo que viniera y le tocara en suerte.
Ese día decidió, raro en él, sentarse a ver qué pasaba. Se lo tomó con calma, aunque fuera temprano sabía que alguien iba a llegar. Tuvo que pasar un rato para que pudiera reconocer a esa figura que venía caminando desde el sur. Se fue acercando lentamente hasta quedar parado al lado de él. Se movió haciéndole un lugar para compartir el asiento. Asimiló su mirada cálida durante un largo rato sin decir palabra. Sintió la mano del recién llegado sobre la propia, contactándolo después de mucho tiempo. Tenía tantas historias para contarle desde su partida…, decenas de preguntas para hacerle durante el tiempo en que a su lugar vacío ya se había acostumbrado a llenarlo con diálogos imaginados. Cuánto extrañaba su voz, su calidez, la tranquilidad de tenerlo cerca. Y ahora, mientras lo veía y lo sentía, sólo era capaz de escuchar al viento que pasaba por el medio de aquella avenida puesta allí para su reencuentro, mientras buscaba a su propia mirada en aquellos ojos blandos, casi grises, apagados.
Fue extraño. Recién cuando apagó el cronómetro el cansancio le ganó a la angustia que desde el pecho le subía por la garganta. Le tranquilizó comprobar que todo aquello se disipaba.
Miró el reloj. Una hora cuarenta para los 20 K no estaba nada mal…

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