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martes, 14 de diciembre de 2010

Alta producción 2010: Juan Cruz Viton

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EL HOMBRE

Era bueno dejar algunas cosas del lado del destino. Frases como “no se por qué pasa esto” estaban destinadas a protegerlos y preservar a la vez cierto respeto a ese destino, que les inflingía impiadosas acusaciones que se escupían a la cara entre saliva y gotas saladas. “lo importante es que nos amamos”.
Decirlo. Vivirlo.

Ella le recordaba un Lamborghini azul y blanco nuevo. Duro. Elegante y clásica. Ella amaba al padre, y no podía ver en el menos que un hombre con palabra. Y a eso se le sumaba cierta devoción ciega, que relucía en la cama como servidumbre. Él, eterno golosinero, agradecido y con los ojos brillantes de placer, sacaba sus libros y palabras delgadas. Hojas frágiles y borroneadas.
Aquella vez se entendieron de casualidad, igual que tantas otras veces que la discusión arreciaba.
Habían estado fríos los últimos días, motivo para que tambaleara el tembladeral de su corazón. Para él en cambio, ellos dos eran como las hojas que el otoño arrastra contra el cordón de la vereda. Soportan el frío y las lluvias, pero al resguardo, y juntas.
Ella enjuagó sus lágrimas contra el hombro gastado de lana. Sonreía tibiamente, retornaba la sensación de lo conocido. Un largo viaje por un terreno sinuoso y ajado parecía concluir. La abrazó y comenzó a pensar en su próximo escrito.

La mañana siguiente en el café las palabras le escatimaban el buen gusto. Hasta el café parecía amargo y estaba frío. Por la ventana el viento hacía sonar todas las hojas, y los árboles resistían el embate un poco mejor que los hombres que escondían sus narices rojas entre el cierre de la campera y la bufanda. Nadie se detenía, solo los colectivos que más apurados pero más cordiales que de costumbre levantaban a la gente del barrial y las zanjas rebalsadas. Todo continuaría río abajo, cada uno en su trabajo, absorto en la cena de la noche.
Sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos común algo amasado y una nota. Era un pedacito de hoja cortado a mano, a lo ancho del papel a la altura del primer agujero para la carpeta. Jugó con él entre sus dedos y masticando algo en la cabeza largo rato volvió a meterlo, pero en otro bolsillo.
Se calzó el sobretodo, y una vez encendido el cigarrillo se largó a la calle.
En una ocasión, en esa calle había visto un niño cantar una canción que cantaba su tía en las reuniones de los domingos. El niño, observándolo con recelo entre las piernas de su madre se alejó junto a ella. No había tenido tiempo de explicarles nada.
En silencio tiró el cigarrillo, consumido por la mitad, y se largó a la plaza. Sería de noche cuando se despertara y recordara que algunas monedas en su bolsillo podrían todavía alcanzarlo hasta algún rincón calentito de la ciudad o a su casa.

Se sentó, miró esas piernas ampulosas y avaras, casi radiografiadas por la misma calza de siempre, y dijo: ¿lo viste a....? El ruido de la calle que entró cuando se abrió la puerta tapó el resto de sus palabras, que le sabrían a diario mojado y tabaco. Ya en el baño se acomodó con su dedo índice la ceja izquierda y miró de reojo su barba de un día. Mientras salía de la nube olorosa del baño y el vaho de la cocina se subió el pantalón tomándolo del cinturón de cuero.
Salió a la calle y la encontró. Esos ojos señalaban al norte. Entró por la calle solo y recordó a sus hijos y a la secretaria, maquillada como una puerta y peligrosa como una navaja. Sentía sus medias ásperas, empapadas, y el estómago que le pedía un sandwich. Subió la escalera oxidada y entró por la puerta del medio. Pronto estaba adentro rodeado de personas desconocidas con los pantalones arrugados y los ojos rojos. Pago un whiskey y empezó a sentirse somnoliento. La cabeza le pesaba sobre el cuello como una sandía pasada. Disfrutó la suavidad de las cálidas telas sobre su mejilla y cuando despertó estaba recobrado para volver a la oficina.
Subió al colectivo, lo miraban extraño. Revisó sus bolsillos, el papel seguía ahí.
En la oficina le anunciaron que lo habían llamado sus hijos y que tenía una reunión a las once. Se sentó a leer el diario que acompañó con un café.
La tarde siguiente, el abismo se le insinuó otra vez, siempre se había sentido excitado y fresco frente a esa sensación. Decidió pasar por su casa.
Encontró las sabanas sobre el sofá, arrugadas y con envoltorios de turrón en el medio. Las acomodó automáticamente mientras encendía otro cigarrillo. Se acercó al inodoro a hacer pis, más para tirar la ceniza que por necesidad. Se acomodó el pelo frente al espejo y encaró hacia la cocina. Los platos sucios. La heladera, cubierta de imanes había quedado apenas entreabierta. Así la dejó y se fue a la calle. Una mujer rezongaba de un colectivo que no pasaba mientras un hombre con cara adusta asentía. Decidió caminar.
En la peatonal compró un despertador, unas luces de colores, unas pilas, unos libros que nunca leería, una Coca Cola, un paquete de cigarrillos, una billetera, y escuchó algo entumecido dos tangos, arruinados por una pareja de baile osada e ignorante.
Siguió el camino.

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DENTRO

Esta lluvia huele a humo
adentro a brasas,
carbón muerto.

En el silencio junto a la bruma
se amontonaron unas palabras,
sombras y restos.

El día quebrado en varias chispas
brotó entre sus manos
blancas y elegantes.

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