EN ESTA PÁGINA VAN A ENCONTRAR INFORMACIÓN SOBRE LOS TALLERES DE ESCRITURA DE MARIANO FISZMAN Y TEXTOS ESCRITOS POR SUS PARTICIPANTES.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Alta Producción 2010: Fernando Muñoz

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LA OPERACIÓN ROSETTI

La primera vez que tendría que haber visto a Vigo me resultó invisible. Fue dentro de su despacho. Primero mis ojos se distrajeron en la moquette verde, descolorida y sucia que cubría el ambiente. Enseguida fue la poca luz, una sensación de encierro y cierta dejadez en la limpieza las que lograron que el olor rancio del lugar asaltara mi nariz. Recién cuando asimilé esos golpes pude detenerme a analizar la figurita que asomaba del otro lado de un escritorio desproporcionado para su tamaño. Sentado sobre un sillón futurista de los ’70 en el que hubieran entrado él y otro más, Vigo Rozenblat nos daba la bienvenida y con un ademán nos invitaba a que tomáramos asiento.
El destino había querido que Silvina y yo termináramos en ese lugar después de un invierno de incontables visitas a las propiedades que Buenos Aires ofrecía a la venta. Los sábados y domingos se habían convertido en una rutina a partir del día que decidimos comprar algo para vivir juntos. Comenzábamos tan temprano como podíamos con el mate, los diarios, el teléfono y el cuadernito en el que ella registraba todo. Con una naturalidad de la que yo hubiera sido incapaz por mucho que me lo propusiera, ella pegaba los recortes de los avisos elegidos, y los completaba con las impresiones posteriores a nuestras llamadas y visitas. Todo estaba allí dentro. Precios, luminosidades, orientaciones, barrios, dudas, en fin…, anotaciones de lo más diversas desembocaban sin saberlo en una carrera de recortes en la cual solo uno resultaría ganador. Recién después de haber superado las cien propiedades acordamos que el PH de Rosetti, uno de los últimos visitados, era un claro vencedor. No nos costó convencernos que esa era la casa ideal para la vida que nos esperaba en pareja.
La tarjeta que nos había entregado la guardia unos días atrás imprimía la dirección de la inmobiliaria debajo del título dorado y con relieve que se lucía sobre el fondo blanco: “Vigo Rozenblat Propiedades”
- ¿En qué puedo servirles? – nos preguntó mientras estiraba su pequeño bracito para estrechar mi mano.
Casi tuve que levantarme para llegar al saludo. Su mano fláccida y con un dedo defectuoso doblado hacia adentro me obligó a dudar de cuánta presión ejercer en aquel primer apretón. No fue la única sorpresa. Una especie de trapo para todo uso asomaba a un costado del sillón sin que pudiera imaginar si su presencia era otro objeto de mal gusto para decorar la oficina o tenía alguna otra extraña utilidad.
- Vinimos por el PH de la calle Rosetti.
- Excelente decisión – dijo.
Su voz era tan fina y desagradable como si quien estuviera hablando fuera una rata. Saco de felpa verde , camisa blanca, corbata a tono, gemelos… Su peinado tenía fijador y un pañuelo asomaba por el bolsillo superior.
Contrastaba su aseo y decisión con la dejadez del estudio. En la pared de la izquierda se exponían tres hachas del Medioevo que se disputaban la armadura de caballero situada en un rincón. La pared opuesta era una biblioteca repleta de volúmenes iguales encuadernados en cuero negro. Frente a nosotros lucían colgados tres grandes diplomas de los cuales lo único que alcanzaba a divisar eran firmas grandilocuentes. Y presidiendo todo aquello, Vigo. Sentado en su sillón. Seguramente con las piernitas colgando y escondiendo su metro y medio detrás de la inmensa mesa de trabajo. Todo estaba fuera de lugar. Sin embargo, continué.
- Queremos hacer una oferta.
- Los escucho.
En aquella charla descubrí que Vigo también hacía un esfuerzo importante para hablar normalmente. El timbre fino y metálico de su voz a veces se trababa en gorgoritos de distinto calibre. Él proseguía siempre como si nada anormal ocurriese. Cuando se extendía en sus monólogos, un hilo de saliva blanca comenzaba a aparecer en el medio de las muecas que inevitablemente fabricaba su boca. Físicamente representaba casi todo lo que uno podía imaginar como desagradable. Sin embargo su postura y decisión transmitían control, conocimiento, y hasta un dominio de cierto tipo de cinismo.
- Ciento ochenta mil dólares.
Vigo me miró inmutable por un par de segundos. Lo siguió un estertor que pareció activar su mandíbula para terminar con una risita de hiena que enmarcaba sus dientes.
Aquella tarde cuando nos levantamos de su despacho ya me había sacado quince mil dólares más, que según él eran necesarios para que la oferta fuera seria. Cuando nos acompañó a su puerta tuvo que hacerlo usando un andador metálico que hasta ese momento me había pasado desapercibido. Lo empujaba delante de él para dar cada paso. Recorrer los tres metros que nos separaban de la salida llevaron mucho menos tiempo que el imaginado. Al despedirme estreché su mano sin la culpa inicial, la dejé pasar a Silvina, entornamos la puerta y descendimos por las escalera angosta e incómoda que solo llevaba a su estudio. Me pregunté cual habría sido la necesidad de instalar el despacho justo al finalizar aquella serie de escalones.
Para nosotros aquello era uno de los partidos de nuestras vidas, para él solo el vuelo de una mosca.
La negociación fue larga. Estuvimos más de un mes para cerrar la operación. Volvimos al PH en dos oportunidades y en una de ellas lo hicimos con él. Allí lo encontré junto a su perro que era incapaz de alejarse a más de un par de metros de distancia. Pocas veces vi a un animal expresar tanta fidelidad a su amo como aquel perro a Vigo. Todo en Vigo era definición tajante. No dejaba lugar a dudas en el tema que fuese. Rozenblat era daltónico a los grises. Hablamos de las reformas convenientes para valorizar aún más la propiedad que todavía no habíamos comprado, pero también se explayó sobre la vida en general. Parecía no existir área que escapara a su dominio. Yo no podía dejar de escucharlo. Me daba cuenta que su presencia me reducía. Cuando esa noche cenamos solos en casa, Silvina me recordaba lo apropiadas que habían sido todas sus intervenciones.
Sin embargo por teléfono su actitud era casi desinteresada para el rol que le tocaba jugar. Prepotente desde la inacción. Como dejando la responsabilidad del éxito o del fracaso exclusivamente en nuestras decisiones. Despreocupándose sobre si la venta finalmente se realizaría o no. Todo aquello para él eran minucias… Tanto que en algún momento llegué a pensar si estaba realmente interesado en vendernos el PH.
Cuando nos encontramos en su oficina y acordamos los números finales propuso un brindis por la operación realizada.
- Van a ser felices en esa casa. No se equivocó. Rosetti está hecho para uds. Esa chica lo quiere mucho. ¿Qué espera para proponerle matrimonio?
Ni Silvina ni yo le habíamos informado a Rozenblat sobre nuestro estado civil. Pese a todas sus dificultades motrices no me animé a preguntarle si necesitaba ayuda para servir el whisky importado que sacó de adentro de un armario. Me hubiera paralizado con la mirada. Ese día también descubrí que el trapo debajo del escritorio hacía de sábana para que su perro se recostara y él pudiera acariciarlo amablemente mientras platicaba conmigo.
No existía dificultad por vencer. Para escribir le dictaba al Word de su notebook última generación. Mientras lo hacía aprovechaba para ordenar el papeleo de su escritorio. Imprimía un borrador del boleto y hablaba con manos libres al interno de su secretaria solicitando información del estado de avance de todos los trámites del día. Vigo controlaba y centralizaba todo y todos le obedecían. Quizás por temor, quizás por respeto. Lo cierto es que lo hacían con la misma intensidad que había descubierto en su propio perro. Mientras yo estampaba mi firma en aquel boleto tuvo tiempo de levantarse, acercarse a su biblioteca, tomar un portarretrato, apoyarlo delante mío y con su voz chillona pero repleta de orgullo decirme:
- Mi mujer, mis hijos, mis nietos… Los Rozenblat.
La última vez que lo vi a Vigo fue el día de la firma de la escritura. Nosotros habíamos llegado temprano y pudimos observar como estacionaba su cuatro por cuatro en un lugar prohibido. Alcanzó con que le dirigiera una mirada al policía de guardia para que quedara todo aclarado sin cruzar palabra. Bajó con su andador y a su perro lo ató a un poste. Nos saludó. Mientras esperábamos a la escribana se permitió preparar su pipa, encenderla y hacer anillitos de humo en plena vía pública. Esta vez lucía un saco borravino, camisa de seda rosa y tenía un perfume importado.
Cuando finalizó la operación y nos despedimos para siempre en plena calle, Vigo fue especialmente atento. Le regaló su mejor sonrisa a Silvina y a mí me miró con la complicidad de quien se despide de un compañero de toda la vida.
Allí comprendí lo que me había sucedido en cada uno de mis encuentros. La verdadera rata era yo. Vigo no. Vigo manejaba siempre todo. Su perro, su oficina, sus clientes, sus propiedades, su auto, la ciudad…
Mientras tanto nosotros, si nos tocaba el turno, recibíamos alguna limosna. La mía fue Rosetti y, por supuesto, le quedé agradecido de por vida.

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UNO Y OTRO

- Al menos deseáme suerte – le dijo el otro recostado en la cama de uno treinta años atrás cuando tomaba la decisión de irse a New York.
- Suerte – le dijo uno. Forzado, angustiado, ya elucubrando con quienes compartiría sus futuros tiempos libres a partir de esa pérdida.
Era un hecho. No había vuelta atrás. Tampoco parecía serio discutirlo. El otro quería estudiar diseño gráfico y publicidad. Acá esa carrera estaba en pañales, recién comenzaba a dictarse en la UBA algo parecido; en el norte ya estaba considerada entre las de mayor salida laboral, Manhattan era el centro de todo ese nuevo movimiento.
Uno en esa época todavía estudiaba Arquitectura. Sus ansias de conocimiento no tenían el hambre voraz que tenían las del otro. Justamente eso diferenciaba la vocación genuina del otro de la elección de la carrera que a uno le gustaba para ganarse la vida.
El tiempo puso las cosas en su lugar. Hoy, después de tanto tiempo, el otro sigue amando su profesión y trabajando allá y en eso. Instalado en New York supo generó carrera y familia. Uno en cambio, tan solo tres años después, abandonaba el intento de arquitecto y deambulaba sin mucho rumbo por las calles de Buenos Aires.
Pero aquel día, todo ese análisis no existía. Solo flotaba la conmoción por la separación de dos amigos entrañables cuando apenas tenían un poco más de veinte años. Los socios de todas las salidas, de caminatas que empezaban en Buenos Aires antes que se fuera el sol y terminaban después de su salida luego de escalas en plazas, bares y cuánto lugar estuviera dispuesto a recibirlos.
Era el inicio de la despedida.
- Vamos a hacer esto - dijo el otro mientras buscaba su billetera y sacaba un billete de adentro.
- Vamos a partir este dólar por el medio (continuó) – y mientras lo decía efectivamente lo iba rompiendo tratando de dejar dos mitades perfectamente iguales. – Tomá. Esta mitad es la tuya y esta otra mía. Cada uno se guarda su parte. Voy a necesitar toda la suerte junta en esta aventura. Vos desde acá con esta mitad me la vas a dar. No importa lo que pase. Vos y yo tenemos que tener siempre estas mitades con nosotros. Si se cambia de billetera ese medio billete se muda a la nueva. Si el medio billete, por la causa que fuera, se moja, entonces habrá que secarlo y volver a guardarlo. Estos billetes partidos no se pierden. ¿Me entendés? No pueden perderse. No te pido mucho. Casi nada. Pero para mí es importante.
- No digas boludeces- le respondió uno.
- ¿Te molesta tanto hacerlo?
- Es que sabés que no creo en esas cosas.
- Yo tampoco- mintió el otro.
Uno sabía, desde que lo conocía, que de vez en cuando el otro visitaba brujas para que le leyeran su mano. El destino le despertaba a su amigo una preocupación que nunca había llegado a entender del todo.
Finalmente uno tomó su medio billete de dólar, le hizo caso y lo guardó. A los pocos días, el otro partía hacia New York.
A principios de los ochenta las computadoras aún no se habían convertido en un objeto de consumo hogareño y el mail e Internet no existían. En parte gracias a eso, la historia de esos medios billetes solo pudo ser conocida por uno y por el otro recién mucho tiempo después…
El del sur del Río Bravo viajó, durante cuatro años más, todos los días en el 37 hacia Ciudad Universitaria. Se aplastó en las banquetas altas que lo acercaban a los tableros de diseño, o en las sillas del bar del segundo pabellón. Le llegó la transpiración de bailes, de noches, de amigas. Fue usado como contenedor de droga, talismán, carta de presentación, objeto de culto, paradigma de la amistad, excusa, recuerdo. Algunas pocas noches, en las que uno estaba solo y recordaba al otro, sin amigos ni mujeres que le mintieran al oído, lo sacaba de la billetera para hablarle de lo que fuera: un golpe de suerte, un viaje, un aplazo, una decisión. Si era necesaria, la mitad del otro siempre estaba disponible en forma de media cara de Roosvelt para prestar su única oreja en servicio de escucha sumisa. Se lo llevó a Bolivia y al Machu Pichu. Le transmitió dolor, amor, odio, miedo, euforia. Hasta que un verano, en una playa perdida de Sudamérica, por un descuido de uno, comenzó a nadar en el Atlántico.
El del Norte, pese a los pronósticos, tuvo menos aventuras. Quizás porque todo lo que tenía que recorrer ya lo había hecho en aquel primer viaje y con eso tuvo suficiente. Es que aquellos primeros tiempos para el otro fueron difíciles. Las dudas le llegaban con puntualidad todas las noches. Casi no faltaban a ninguna. Entonces el otro sentía al sudor frío. Al latido destemplado de un corazón parado al borde del abismo. La luz del sol duraba poco. La vida se resumía a una pulseada por día. Sin nadie que pudiera ayudarlo. Sin nada a qué aferrarse. Por eso una noche el otro lo sacó de su billetera. Lo vió con mirada culpable y lo pegó con cinta scotch al espejo de su habitación. Desde allí no pudo ver mucho, salvo las caras repetidas del otro: dudas y angustia. Registró lagañas matinales, desamor, extrañeza, sentimientos de vida hipotecada en pos de un futuro incierto, registró cientos de “¿podré?”, “¿tiene sentido?”, “¿hasta dónde sigo?”. Pero también empezó a reconocer en los ojos del otro, las pocas veces que lo miraron, cierta determinación. Y a medida que pasaba el tiempo, cada vez mayor. Lo escuchó hablarse a si mismo dándose ánimos. Palabras que jamás pudo entender pero que transmitían convicción. Y allí, pegado en ese vidrio perdido, el tiempo fue pasando. Las dudas, con los meses, perdieron terreno. Las pisadas sonaron seguras. Las noches se acortaron y aquella ventana interna parecía regalar más luz. Hasta que aquel día, cuando el otro no estaba, la señora que limpiaba el cuarto decidió arrancarlo de un tirón por creer que solo era una desprolijidad más de su dueño.
Uno estaba recostado en la arena casi seco. Se levantó para acercarse al parador a pedir las dos caipirinhas de la tarde y cuando fue a pagar manoteó el vacío.
Solo unos días después el otro volvía a su cuarto bien entrada la noche, después de compartirla con Ginger. Había sido su primer cita allá. Se habían acabado los balbuceos. Todo parecía que empezaba a ensamblarse, al menos hasta que prendió la luz y vio que en el espejo faltaba algo.
Se puso blanco. Solo atinó a correr hasta el mar para comenzar a buscar en aquellas aguas calmas lo que para uno representaba un tesoro. Con los ojos desorbitados recorrió el fondo cristalino mientras su corazón no le daba tregua. Agitado fue y volvió varias veces. Intentó patrullar exactamente los mismos lugares por los cuales suponía había pasado. No podía perder al otro pero, el tiempo pasaba y parecía que si, se había ido.
Miró el reloj, era demasiado tarde para molestar a quien fuera. No le importó. Bajó por las escaleras y en su ya no tan modesto inglés le planteó la preocupación al encargado. Supuso que lo habían tirado, así que esa noche todo lo que podía hacer era revolver en la basura antes que se la llevaran.
Solo pocos días separaron ambos eventos que fueron de pérdida y reencuentro. Porque finalmente la billetera de uno apareció. Casi invisible, cubierta de arena y al costado de una roca donde el agua apenas le llegaba a la cintura. Y el billete sucio del otro también, dentro de una bolsa de residuos, después de haber abierto otras tres y cuando ya casi se estaba dando por vencido.
Ni Internet ni el mail pudieron juntarlos. Y las pocas veces que hablaron por teléfono, ni uno ni el otro lo mencionó. Tuvieron que pasar casi diez años para que en el casamiento de uno, al que el otro había sido invitado, se volvieran a ver.
Fue después del abrazo del que Ezeiza ya debe estar cansado por haber visto tantas veces. Apenas unos instantes luego de que uno y otro tuvieran éxito en contener las lágrimas que no se animaron a mostrar.
Ahí estaban, quince años después. Con alguna arruga de más, con el pelo un poco más corto, pero con los mismos reflejos. Porque casi en simultáneo revolvieron sus bolsillos buscando esos escudos nobiliarios que los representaban…
Si alguien pasó al lado de ellos en ese momento, todo lo que pudo ver fue como dos grandulones se mostraban, el uno al otro, dos mitades gastadas de billetes casi irreconocibles. Y mientras se reían y se fundían en un nuevo abrazo, Ezeiza seguía bostezando.

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20 K

Lo bueno de correr era que miraba el horizonte. En el medio de la ciudad y en las contadas veces que lo había hecho en el campo o en la playa, siempre miraba el horizonte. Era su imán, el alimento que necesitaba su mente para que los pies fueran tras él. Sus zapatillas dejaban de ser objetos híbridos de goma, tela, costuras y cordones y se convertían en dos seres clonados y coordinados con el hambre necesario para devorar los metros que fueran, zancada a zancada, latido a latido... O quizás fuera lo rítmico, la repetición del mismo movimiento una y otra vez a lo largo de todo el tiempo, lo que lo obligaba a escaparse, a encontrar en aquella línea imaginaria la acción, que por lo reiterada se le ocurría inexistente en el lugar donde él estaba...
Lo cierto era que siempre que corría, aunque él no tuviera muy claro el porqué, miraba el horizonte…
Y allá, en aquel escenario que colgaban para él, aparecían y desaparecían las escenas más diversas. A veces claramente visibles con la luz del amanecer, otras veces borrosas por la niebla. Desdibujadas, mimetizadas, engañosas, o directas y tan contundentes como las de una primera fila de teatro. Dependiendo del día y de su estado de ánimo desfilaban conflictos familiares, borradores de proyectos, las palabras y sus tonos justos para la charla postergada con un hijo, diálogos con el viejo que ya no tenía, mujeres de ensueño, encuentros de amigos, soluciones laborales…, pero también trenes llenos de luces en el medio de la nada, halcones de tres cabezas, conciertos para avestruces, lunas de ajenjo, torreones anaranjados bañados por mares escondidos…
Era sobre aquella línea donde montaba su historia. En el pasado había intentado definir si su adicción por correr tenía que ver con su amor por el deporte o con las puestas en escena que se armaban aleatoriamente en ese lugar. Había sido un esfuerzo inútil y decidió que lo mejor era dejarse llevar por el disfrute de ambas. En eso estaba.
La madrugada de fines de agosto tenía el frío justo para, sintiéndolo en movimiento, resultar placentero. Pulsó el cronómetro y salió con el paso resuelto de un ya entrenado a correr la distancia que tocara. Tuvo que esperar media hora para que a fuerza de latidos, transpiración, músculos y sal, se animaran a aparecer los primeros personajes de la obra de aquel día.
Lo primero que vio fue el pasillo largo de mariposas muertas con escalones que subían y bajaban sin sentido hasta desembocar en el río amarillo. Se vió montado en su bicicleta atravesándolo como un poseído hasta caer al agua y sentir su golpe en el rostro junto a la risa de los pescadores. Le siguió su trepada a esa plataforma que nunca había terminado de entender cómo funcionaba realmente para mostrarle, mientras se elevaba, la ciudad desde el aire, desde arriba, apenas iluminada a esa hora. Veía sus ventanas y sus adentros, gente que dormía y que no. Registraba la infinita variedad de los blancos que salían de cada una de ellas, de cada balcón, de cada vida…; le seguía el descenso abrupto, la caída que no terminaba en golpe y su nuevo deambular. Escuchaba secretos de peluquería y el croar de las ranas mientras se veía a sí mismo en bares riendo junto a lugareños que le mostraban el mundo, el verdadero, el que nunca había conocido. Entonces tomaba valor y salía al afuera. Se sentía libre. Respiraba con diez pulmones y a cualquier evento que apareciera, él sentía que podía definirlo con la exactitud de un experto. Volvía a su atracción por lo desconocido, por lo que viniera y le tocara en suerte.
Ese día decidió, raro en él, sentarse a ver qué pasaba. Se lo tomó con calma, aunque fuera temprano sabía que alguien iba a llegar. Tuvo que pasar un rato para que pudiera reconocer a esa figura que venía caminando desde el sur. Se fue acercando lentamente hasta quedar parado al lado de él. Se movió haciéndole un lugar para compartir el asiento. Asimiló su mirada cálida durante un largo rato sin decir palabra. Sintió la mano del recién llegado sobre la propia, contactándolo después de mucho tiempo. Tenía tantas historias para contarle desde su partida…, decenas de preguntas para hacerle durante el tiempo en que a su lugar vacío ya se había acostumbrado a llenarlo con diálogos imaginados. Cuánto extrañaba su voz, su calidez, la tranquilidad de tenerlo cerca. Y ahora, mientras lo veía y lo sentía, sólo era capaz de escuchar al viento que pasaba por el medio de aquella avenida puesta allí para su reencuentro, mientras buscaba a su propia mirada en aquellos ojos blandos, casi grises, apagados.
Fue extraño. Recién cuando apagó el cronómetro el cansancio le ganó a la angustia que desde el pecho le subía por la garganta. Le tranquilizó comprobar que todo aquello se disipaba.
Miró el reloj. Una hora cuarenta para los 20 K no estaba nada mal…

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